Comentario
Puede decirse que, a partir de los últimos años del siglo XVIII, las instituciones académicas funcionaron con un sector importante de la crítica en contra. En un primer momento se cuestionó su modelo de funcionamiento que se consideraba poco adecuado -e incluso contraproducente- para la principal misión que le había sido asignada: la educación del artista. Posteriormente y dentro ya de una estética netamente romántica, la situación se radicalizó, considerando que la libre creación artística cuestionaba la propia existencia de la academia que, según las nuevas tendencias, no debía ser modificada en éste o en cualquier otro punto concreto, sino que, simplemente, debía ser suprimida. Efectivamente, la pedagogía artística del academicismo español se había organizado según un rígido sistema dispuesto en función de las ideas estéticas de Antonio Rafael Mengs, propugnador a ultranza de una doctrina clasicista.
Para él, el Arte había alcanzado su máximo esplendor en la Grecia clásica porque esta civilización había entendido que la esencia de la creación artística radica en la aprehensión de un imperativo estético único y sublime, que no se encuentra en la naturaleza, sino que se adquiere a partir de una observación selectiva de la misma, recogiendo de cada objeto los elementos que no presentan defectos y rechazando aquellos que los tengan. La creencia en esta belleza única -condicionó decisivamente la pedagogía académica, puesto que impuso una determinada forma de entender, de aprender y de enseñar el arte, en la que no se contemplaba, siquiera, la posibilidad de ejercitar algunos valores inherentes a la sensibilidad romántica, como son la valoración de la sensibilidad individual, talento personal, libertad de escuela, el sentimiento de genio, etcétera, que chocaba frontalmente con el sistema pedagógico creado por Mengs.
La época del liberalismo introduce una serie de factores ajenos a la realización artística, pero que, sin embargo, influyen decididamente en ella. Hasta el siglo XVIII los grandes protectores de los artistas habían sido los tradicionales detentadores del poder, esto es, la nobleza, la Iglesia y la monarquía. Esta última, de especial relevancia durante el siglo XVIII, debido a la inquebrantable unidad establecida por el Antiguo Régimen entre el Estado y el sistema de gobierno. El perfil del mecenas del siglo XIX es sensiblemente distinto al aparecer una nueva clase social -la burguesía- que incorpora un nuevo criterio estético, en el que adquieren relevancia determinados géneros -como la pintura de paisaje o de costumbres- antes considerados menores. Frente a la idea de lo imperecedero, de lo inmutable, se impone con fuerza el afán de verismo, el descubrimiento de lo popular, la aceptación de lo cotidiano y, también como consecuencia de los mismos ideales, el sentimiento de nación, la exaltación de lo propio; todo ello fielmente reflejado en la pintura del momento.
La pérdida de vigencia de los usos políticos del Antiguo Régimen tuvo unas amplias consecuencias en el terreno de la creación y el academicismo artístico. La revolución burguesa modificaría radicalmente el proceso de relación entre el artista como creador y el público como consumidor de obras de arte, con la voluntad expresamente manifestada de limitar la intervención del Estado y en general de todos los poderes públicos en el proceso creativo del artista y en la venta de la obra de arte como objeto sometido a las leyes del mercado. No es que con anterioridad no existiese un mercado de arte libre, por así decir, esto es, en donde no mediase un encargo o un contrato. Se trata simplemente de que el proceso de la venta directa artista-público se consideró como el más apropiado para el desarrollo de la libre creación artística, sin la mediatización que implica la creación por medio de un encargo.
Se produjeron también importantísimas modificaciones en lo que se refiere a la propia concepción del arte. Como se ha indicado, frente a la servil copia de la estatua clásica -que encarnaba el ideal inmutable de belleza- se comenzó a defender la reproducción fiel de la naturaleza, del paisaje. Esto es, se empezó a resquebrajar el antiguo precepto de la jerarquía de géneros pictóricos, que establecía la preeminencia de la pintura de historia o del retrato sobre el paisaje o la naturaleza muerta, por poner algún ejemplo significativo. Al mismo tiempo, se reaccionaba en contra de la dictadura de la línea -del dibujo- frente al color; o de la primacía del cuerpo humano sobre otros elementos de lo visible. Todas estas modificaciones en lo que se refiere a la propia concepción de la realización artística tenían necesariamente que repercutir en una institución con una concepción tan monolítica de la enseñanza como la que impartían las academias.
Durante la segunda mitad del siglo la tensión profesional en torno al tema de la educación del artista se centró en la existencia, por un lado, de las academias, que restringían desde instancias oficiales la capacidad de creación; y, por otro, la propia voluntad del artista, deseoso de liberarse de tal limitación. Se trata éste de un problema general en toda Europa, aunque tal vez en España se nota un cierto retraso en lo que se refiere a su ejecución. La docencia académica fue vista a lo largo del siglo XIX cada vez más como una imposición ajena a la voluntad del artista, que aplicaba un modelo educativo en el que se primaba la autoridad del maestro y de una determinada concepción estética con normas demasiado rígidas, frente a la pretendida libertad que proponía un modelo educativo que podríamos denominar preacadémico, esto es, en el cual las relaciones maestro-discípulo se establecieran libremente, sin necesidad de una institución que las normalizase.
La defensa del artista fue ya iniciada durante el siglo XVIII por el propio Francisco de Goya y continuada posteriormente por personajes como Antonio María Esquivel, el conde de Campo Alange, José Galofre y Federico de Madrazo. En un documento fechado el 14 de octubre de 1792, Goya expresó ya la contrariedad que le producía el sistema docente de la Academia de San Fernando, manifestando enérgicamente que "no hay reglas en la pintura, y que la opresión, u obligación servil de hacer estudiar o seguir a todos por un mismo camino, es un grande impedimento a los Jóvenes que profesan este arte tan difícil, que toca más a lo Divino que ningún otro". A partir de la década de 1830 las revistas españolas vinculadas a la corriente romántica comenzaron a incluir artículos en los que se criticaba la situación descrita en el siglo XVIII, proponiendo diversas alternativas. Así, "El Artista", "El Semanario Pintoresco", "El Observatorio Pintoresco", "El Panorama", etcétera, sirvieron de vehículo para divulgar otra sensibilidad artística. Uno de los puntos fundamentales esgrimidos en estas alegaciones -vertidas en la prensa periódica- es la voluntad de redefinir las relaciones entre el artista y el Estado. El punto de partida es la denuncia de la insatisfactoria situación en que se hallaban, aunque también aparece como un factor evidente el hecho de que la supervivencia de los artistas se encontraba íntimamente relacionada con la magnanimidad del Estado -sobre todo por su capacidad de promocionar las exposiciones públicas-; aunque eso sí, con la absoluta certeza de los problemas que su tutela provocaba.
La crítica a la institución académica empieza a aflorar en este ambiente poco propicio a aceptar reglas impuestas. Los defectos de su programa docente comienzan a ser puestos de manifiesto con toda claridad: la excesiva rigidez de sus planteamientos, la falta de determinadas enseñanzas, la obligatoriedad de otras superfluas... y, en fin, una ya manifiesta incompatibilidad con la institución académica, manifestada expresamente por un artista tan significado como A. M. Esquivel, ponen de manifiesto la escasa voluntad de los partidarios de la nueva sensibilidad romántica de sacrificar sus nuevos ideales en torno a la creación artística en favor de una institución que mantenía la expresa voluntad de condicionarla.
Un caso que ayuda a entender las polémicas relaciones entre los rígidos controles académicos y los nuevos intereses de los artistas, es el de la enseñanza del paisaje, inexistente en la Academia de San Fernando, hasta que Jenaro Pérez Villaamil consiguió su autonomía como género y su consolidación oficial. Efectivamente, la enconada polémica tuvo su origen en 1844, al solicitar este pintor un puesto como Teniente Director en la Academia de Madrid, solicitud que examinada por su Comisión de pintura y escultura fue rechazada por medio de la argumentación de que no se admitían a esa clase más que los "Académicos de mérito por la Pintura histórica, siéndolo el D. Genaro (Pérez Villamil) solamente por el paisage, sin obción á las clases referidas como ramo (subalterno, tachado) accesorio, es visto que no puede en manera alguna obtener los honores que solicita, sin recibirse antes de tal Académico de mérito por la historia". En la década de 1840 seguía plenamente vigente la rígida estratificación de géneros establecida por el centro madrileño el siglo anterior, como puede comprobarse por el párrafo citado, por medio de la cual se establecía la preeminencia de los temas historiados y la consideración de subalterno o accesorio para otros, como la pintura de paisaje.
Para la definitiva adjudicación de la plaza fue necesaria la intervención personal de la reina, la cual por medio de sendas Reales Ordenes le nombró Teniente Director el 2 de febrero y catedrático del paisaje el 23 de marzo del mismo año, en contra de la voluntad manifestada a ese respecto por los académicos de San Fernando. Este caso resulta enormemente revelador para poner de manifiesto el cisma que comenzaba a producirse, entre la sensibilidad artística de la Academia y las experimentaciones que se operaban fuera de ella. Frente a la grandilocuencia de la composición histórica, ensalzada por la corporación académica como suma de todas las perfecciones artísticas, se plantea al margen de ella un tipo de pintura más asumible desde un punto de vista del romanticismo, caracterizado por un anhelo más íntimamente evocador.